Relatario: platillos del recuerdo
Esta vez no tuvo miedo. Se le paró enfrente. Cara a cara podía ver el negro de sus ojos como nunca lo había visto. Las incipientes arrugas trazadas sobre su piel, hablaban del tiempo y sus abrojos. Nunca lo había enfrentado, Demetrio era el hermano mayor, el que asumió la responsabilidad del padre, cuando a Don Pedro lo mataron enfrente de la casa, justo después de que Aníbal naciera. Él no conoció más padre que a su hermano, había sido él quien lo llevó con las putas cuando cumplió catorce; era él el de los cinturonazos cuando alguno de los once hermanos se equivocaba en algo. Era Demetrio el de la voz fuerte, el de los músculos marcados, el de las riendas de la casa. Era quien ordenaba cuándo se empezaba con la siembra, cuándo se levantaba la cosecha, cuándo se comía y dormía. Era el amo y señor de los Pérez, el mandamás pues. Estaban de la misma altura, Aníbal apenas se dio cuenta de eso en ese preciso momento; siempre lo había visto de abajo a arriba, con respeto y temor, ese temor que queda del maltrato de la infancia. Se acordó de su hija de seis años, tirada en la cama sin sueños, con el cuerpo invadido y a la vez vacío. Viva pero sin vida para siempre. Entonces apretó las manos como queriendo romper el recuerdo de su hija lastimada, con las manitas apretando la ensangrentada y dolorosa vagina.
Demetrio no dijo nada, dibujó en su cara una sonrisa burlona y los ojos le brillaron, haciéndose aún más negros. Se quedó plantado frente a su hermano, inmóvil, esperando el ataque, resuelto a defenderse, sin ninguna culpa, sin remordimientos de conciencia. Eso fue lo que enloqueció a Aníbal, lanzó un grito y se aventó sobre su contrincante, quien lo recibió como toro contra un matador. Rodaron al suelo levantando el polvo que los envolvió en una nube turbulenta. Los vecinos se amontonaron en derredor de la pelea lanzando gritos y armando tremendo escándalo. Los hermanos luchaban entre sí, un golpe…dos… en la mejilla izquierda del hombre fuerte, un puño magullando el estómago del débil, un hilo de sangre en la boca y una niña pálida sobre las sábanas rojas; el cabello de los dos hermanos revuelto y empolvado, las piernas de Rosita temblando y los brazos de Aníbal cobrando fuerza para dejar caer sobre la costilla derecha de Demetrio el golpe certero de la venganza, el golpe que lo dejó sin aliento; y le dio a él, a Aníbal fuerza para levantarse, sacar la navaja que traía en la bolsa izquierda, abrirla y decidirse a clavarla justo en el estómago de su hermano mayor. Demetrio carcajea, Aníbal se enfurece y comienza a patear las costillas sanas; se cansa, lo deja todo. Vuelve el rostro hacia la puerta de su casa. Se imagina que ahí dentro, su hija se cubre del líquido salado que sale de sus ojos. Da tiempo a que Demetrio se levante, torpe, adolorido con todo y la sangre que brota de su boca. Nuevamente se plantan uno frente al otro, pero esta vez, Aníbal es más alto, pues su oponente ya no está erguido, doblado, tambaleante sigue inundando el aire con su risa frenética de loco desquiciado. Da un paso hacia el frente y Aníbal con la navaja en la mano, aprieta y corre a enterrársela en el estómago, una vez… dos veces. El hombre cae muerto, su abdomen abierto deja ver sus tripas que comienzan a extenderse por el suelo impregnándolo de sangre. Aníbal corre a casa. Abre la puerta, entra, cierra asustado y ve a la cama. Ahí sigue el pequeño cuerpo desnudo, quieto. Mira sus manos ensangrentadas y una comezón insistente se apodera de ellas y va creciendo e invadiendo todo su cuerpo que se hincha y contrae compulsivamente, derivando en mareo y desmayo. Apenas puede abrir los ojos, se acerca a la cama y con las manos inflamadas por la sangre hirviente, toma la navaja, la levanta hasta atrás de su cabeza y en un repentino movimiento abrupto deja caerla encima de la niña de ojos extraviados. Una puñalada en el centro de su pecho se unió a la sangre que escurría de su sexo y empezó a correr por toda la cama, cambiando el color blanco de las sábanas a un rojo púrpura eterno. Luego Aníbal se volvió, encaminó sus pasos a un rincón y ahí se tiró, recostado sobre la pared vieja de adobe. Miró sus manos nuevamente, respiró profundo y con la calma del hombre que ha concluido su faena, tomó la navaja otra vez y lentamente se cortó las venas. Se quedó ahí, sentado en el silencio y desangrándose lentamente hasta morir, sin gritar, sin llorar ni decir nada.
3 comentarios:
wow que escena tan dramatica! puedes imaginarte la lucha facilmente y el odio en su mirada...
gracias por el comment en mi reseña de Cinema Paradiso, saludos.
gerardo.
épale con su narrativa!! mucho muy buena.
Sin antes ni después... que agregar¿?
Un placer leerla...
Y gracias por la visita.
XOXO
órale, gracias mis nuevos visitantes por los comentarios y el paseito por este rumbo. ¡Bienvenidos! y nos seguimos leyendo. Ciao.
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